Las otras en los pliegues de la Historia

24.3.2019

Por Adrián Dubinsky 

Durante este mes, en la galería Piedras (Rivadavia 2625 Piso 4°) se expondrá la obra denominada Las otras en los pliegues de la historia, de la artista plástica Fátima Pecci Carou y la politóloga Florencia Greco. 

Ni bien ingresé a la galería me sorprendió la cantidad de personas que habían concurrido a la presentación. La ansiedad por ver la obra de la que venía oyendo hablar iba in crescendo al ver que debía circular por un pasillo hasta llegar a ella. Y claro. Tampoco podía imaginarla demasiado, ya que una de las autoras me había dicho que era un biombo. ¿Un biombo? ¿Esos artefactos que no llegan ni a mueble y sirven para esconder la desnudez? ¿Ese bandoneón de cartón que se utiliza para separar una estancia, en el sentido más proletario de estancia? Sí. Un biombo decolonial y feminista. 

Al entrar en la sala el biombo se hallaba de espaldas a mí. Del otro lado se veía un montón de personas buscando la perspectiva para apreciar en su justa medida lo expuesto. Sobre el piso, ya se veían los lamparones de sangre chorreadas por la historia y por la opresión. Porque si algo queda demostrado en este biombo de historia plegada, es que la historia no es una sucesión de pactos y acuerdos, sino una de aniquilaciones y violencias. 
Una vez que me paré delante del biombo, nunca me quedó más clara esta idea einsteniana de que el tiempo es plegable. Lo que veo pintado, con sus personajes de ojos redondos que nos miran con el mismo asombro con que el Angelus novus de Paul Klee avanza sin entender lo que pasa ni lo que deja atrás, es todo lo que se cerró en la historia, todos los pliegues que quedaron obturados de la visión, de la panorámica. La lucidez de las artistas radica en el laburo arqueológico con el que intrusan la historia patriarcal, positivista, lineal, para abrir la sábana planchada del relato tradicional y mostrar los lados b, lo que no se dice, lo que se ha elegido olvidar. 

El biombo -y no creo que se pierda sorpresa ni impacto por saberlo previamente- consta de seis cuerpos y once ¿capítulos? Los colores están tan armonizados que incluso un neófito de las artes plásticas como yo logra comprender que hubo un trabajo en la búsqueda del equilibrio: sino, ¿por qué me iba a sentir tan envuelto, tan llevado de las narices en el camino propuesto desde la primera pintura hasta la última, en donde concluye la obra en su totalidad conceptual? ¿Por qué ese involucrarme rápidamente por ese viaje temporal y fantasioso, colmado de guiños, sin berrinches y obediente, en el sendero propuesto? 

Si bien hay un dossier que contextualiza la obra y, en cierta manera, expone la perspectiva de las autoras, preferí escribir este artículo prescindiendo del dossier citado y hablando desde la perspectiva del mero observador, sin conocimiento previo de la realización. Ya desde la primera obra, que ocupa una hoja entera -las otras doce diapositivas rebeldes ocupan media hoja cada una-, comienzan a vislumbrarse los grandes aciertos de una obra acertada. Uno de ellos es la inmensa cantidad de guiños y micro diálogos con cada espectador, lo que termina dando como resultado una obra cacofónica, aunque introspectiva, en la que cada una/o se lleva su propio principio mítico. La primera pintura parece un escudo surrealista, un escudo que se olvidó de las reglas de la heráldica y nos trae un Pegaso azul -¿será una mistura inconsciente entre ese Unicornio-Libertad de Silvio y los deseos de vuelo libre de las mujeres en la historia?- montado por una mujer andina desnuda. O debería decir, mejor, una mujer y dos trenzas erectas, dos trenzas renegridas y enormes que parecen buscar a la luna, que late un poco más arriba de la pintura. ¿Quién es esta mujer? ¿Una guerrera muerta con whipala y olifante que se elevó de la batalla que se observa debajo? ¿Quién elimina a Bartolina? ¿Es una Milagro la que observamos?

Preguntas y más preguntas que son direccionadas, si uno lo elige, por una de las artistas que presenta la obra. En las visitas a la galería hay horarios con visitas guiadas en las que se desgrana el objetivo original de la obra, su propuesta de ponerles rostros -mediante una estética alejada de las tradiciones pictóricas del manifiesto latinoamericano, de la respuesta plástica a la denuncia social- a las sujetas invisibilizadas por la Historia dominante. 

Luego de la iniciación al biombo mediante la jineta de tradiciones confluyentes, se inician una serie de sintagmas visuales que, como todo sintagma, se integra en la totalidad, pero que se puede analizar en cada uno de sus componentes. Entregarse al recorrido es un goce estético, pero también de orden intelectual. Si hubiese una forma de ver en rayos x al pensamiento, como en esos documentales futuristas en los que se puede observar un esqueleto masticando y comiendo, veríamos que las cabezas y los corazones de la/os observadora/es colapsan por segundos para volver a latir y a procesar en sintonía diferente. Un quiebre, para mucha/os, entre las posibilidades que nos brindan los relatos historiográficos -pobres en su riqueza y vedados, elitistas y endogámicos- y otras maneras de contar, otros lenguajes asequibles a la mayoría, ya que es mínimo el requerimiento de bagaje previo; solo se necesita dejarse conectar con la obra. 

Desfilarán una luchona con más brazos que Brahma y el pulpo Manotas juntos; una piquetera/rapera del conurbano con el fuego de una de Harlem -y le pido perdón a las autoras por la propia interpretación, pero, ¿de qué vale una obra artística si da todo hecho?-; dos mujeres de pelos refulgentes bailando sensualmente y enmarcadas en un especie de sincretismo de fileteado y Muchá, un grupo de danzarinas de western que tienen apresado a un soldado -yo veo al soldado ingles secuestrado por Martina Cáceres y sus hijas del pueblo, en su pulpería; una mujer sueña despierta ante una ventana con viento que vuela cortinas y tras la cual se ve un cielo fauve, en su mano la foto de un hombre que tendrán que adivinar quién es; un gato negro parece hacer de imaginaria ante los secretos de cama compartida de dos chicas, el secreto de lo que no se dice y lo que no se hace, los fantasmas de las dos vidas acechándolas, los secretos y sus indicios vivos presididos por Tita; una mujer de espaldas, en un cuarto propio, frente a un escritorio piensa (y con ella piensan las Lanteri, las Bolten, las Bemberg) a sus pies, un gato milenario; una nieta recuperada en eterna recuperación de su identidad; Juana Azurduy y su sable corvo; y finalmente (si es que hay un final en una obra tan multiobra) una turba de féminas con dedos en V, puños y músculos, trayendo mujeres de todas las tradiciones de lucha, es comandada por una señorita entubada en un traje sastre pero con una katana en movimiento que amenaza con decapitar a un gorila. 

Pero claro, lo anterior no es más que una mirada. El caleidoscopio se completa en casa, luego, con la reflexión. Y cada observador/a se llevará sus propias reflexiones; pero lo que sí podemos afirmar, es que nadie quedará igual luego de verla, nadie podrá objetar ignorancia de los mecanismos violentos que los poderosos de la historia han utilizado con sus subalternos, nadie podrá argüir que no sabía de la sangre de mujeres regada y oculta. Nadie podrá decir que no le avisé que vaya. 

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